Mi particular amanecer de Viernes Santo

Hay pocas cosas que me hacen sentir tan viva, que me dejan sin aliento y despiertan en mí incluso las emociones más profundas que guardo bajo llave. Mi auténtica debilidad, la madrugada del Viernes Santo.

El griterío inunda la plaza, nervios a flor de piel mientras una marea de cofrades y cruces se abren hueco entre la multitud. Hace apenas unas horas el miserere acarició el corazón de los zamoranos, pero ahora está a punto de comenzar otro capítulo de la Pasión, y es que ésta es una noche de emociones.

Ya son las cuatro de la mañana, fiel a mi cita espero junto a San Juan uno de los momentos más bonitos del año. Todo está listo, el clarinete, las partituras, las camisetas térmicas imprescindibles para soportar el frío de la noche, y sobre todo la ilusión, pues sin ella sería imposible sobrellevar el ritmo tan intenso de la semana.

Los nervios se apoderan de mí cuando por fin entramos en la Iglesia, y allí está, esperando paciente, Jesús Camino del Calvario. Desde que el Lunes Santo es trasladado del museo, la visita a San Juan es obligada, “ya estás listo, qué bonito entrar y verte de nuevo, el Viernes nos vemos”.  Pero parece que ahora, cuando casi van a dar las cinco, lo miro con otros ojos, más bonito si cabe.

No sabría explicar por qué, pero desde que le acompañé por primera vez hace ya nueve años, siento un cariño especial por este paso, por lo que significa, por las sensaciones tan bonitas que despierta en mí. Ese vínculo cosido por emociones que nació la primera vez que toqué Thalberg en San Juan, se ha convertido en eterno y visible a los ojos del alma.

La Iglesia está abarrotada, pero a pesar del griterío siempre encuentro ese momento, ese pequeño instante en el que miro el paso y logro escuchar el silencio. Tengo esa extraña sensación de que la gente desaparece, de que Él entiende la enorme emoción que me invade por dentro.

La corneta del Merlú dispara el corazón de Zamora, ahora sí, resuena el tambor y se escucha la voz del jefe de paso “¡uno, dos, tres!” El paso se levanta como nadie, con las ganas contenidas de todo un año, con la rabia de quien quiere tocar el cielo, con la fuerza del corazón entregado, que sin duda, supera todas las demás. Y al fin llega el momento de tocar la Marcha Fúnebre de Thalberg. Una marea de emociones recorre mi cuerpo, y es que pocas cosas me arañan el alma como lo hace ese momento. El paso avanza mecido en los acordes de una marcha que se ha convertido himno, en seña de identidad de una ciudad que vibra cada Viernes Santo. La plaza entera canta, Zamora está más viva que nunca.

En la oscuridad de la noche comienza una procesión que camina hacia el amanecer, un año más comienza la madrugada más bonita del año, la madrugada del Viernes Santo.


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