Con el corazón en los hombros
Cada mañana se levantaba como de
costumbre, con las ganas de esos cinco minutos más, con el último sueño
reflejado en los ojos... Sin embargo aquellos días habían sido diferentes,
solía leer un libro antes de dormir, ello le ayudaba a conciliar el sueño,
aunque siempre decía que prefería leer para soñar, y no para dormir. Y es que
los sueños eran lo suyo, especialmente uno que llevaba persiguiendo hacía ya un
tiempo. No era un soñador de imposibles, de hecho intentaba tener siempre los
pies en la tierra, prefería luchar por aquello que sabía que podría conseguir
algún día, sus sueños personales. Quizá algo incomprensible o sin la demasiada
importancia para el resto de personas, pero qué más daba eso, era su sueño, el
que paradójicamente, no le dejaba dormir desde hacía ya algunos días.
A su edad ya había vivido muchas
cosas, muchas alegrías, muchos desengaños… Pensaba que ya nada le haría sentir
los nervios de esas primeras veces, sin embargo este sueño se había convertido
una ilusión especial, una ilusión que albergaba en su corazón.
Caía la tarde del Martes Santo,
silencio en las calles y recogimiento en el alma. La Catedral se alzaba
majestuosa ante su mirada. Recorrió los últimos pasos y allí estaba Ella, con
esa mirada inconfundible. “Ya estoy aquí”, susurró, y emocionado, cerró los
ojos… Allí comenzaba su sueño…
Aún recuerda el escalofrío que
recorrió su cuerpo cuando levantó las faldillas y se metió debajo del paso.
Había soñado tantas veces con aquel momento, que no sabía si lo estaba viviendo
realmente o aún formaba parte de su sueño. Le costaba pensar que por fin se
hubiese hecho realidad.
Uno, dos, ¡tres! Y fue entonces
cuando por fin sintió ese peso sobre los hombros. Qué tremenda responsabilidad,
qué bendito sufrimiento. Resonaban los tambores a ritmo de marcha, La Esperanza
comenzaba a caminar…
Enfilaba la rúa con esas
maravillosas marchas que acompañaban el paso de la Virgen. Cristo de la Sangre,
Getsemaní, Dolor de una Madre… sin estridencias, sin sobresaltos, decorando el
elegante paso que caracteriza a la Esperanza. Desde allí abajo se escuchaba de
otra manera, se vivía de una forma más intensa. Cada instante superaba al
anterior.
Qué bonito y qué duro al mismo
tiempo era bajar Alfonso XII. La noche ya había caído sobre Zamora, la Virgen
caminaba lentamente hacia el convento de las Dominicas Dueñas. Qué íntimo el
paso por el puente… sabía que al otro lado esperaba la multitud, sin embargo el
silencio era ensordecedor.
El Nazareno ya esperaba, y llegó
el momento de la reverencia que tantas veces había visto; pero en esta ocasión
no necesitaba ver lo que sucedía allá fuera, esta vez había elegido verlo con
los ojos del alma. Por primera vez y más que nunca, formaba parte de aquel
maravilloso momento.
Quedaban pocos pasos, disfrutó
de cada instante hasta que la Virgen llegó al Convento. Qué maravillosa sensación
sintió al salir de la mesa. Lo había conseguido, y en ese mismo instante supo
que Ella sabía perfectamente lo que sentía, eso que se siente solo cuando se
carga con el corazón. En ese momento un hermano se le acercó y le dijo “Lo
mejor está por venir”. Él, en silencio, alzó su mirada a la Virgen y pensó
“¿Qué puede haber mejor que esto?”
El cielo azul de aquel Jueves
Santo era testigo del enorme revuelo que se estaba formando al otro lado del
río. Junto al Convento una marea de peinetas, mantillas, caperuces blancos y
túnicas verdes llenaba las calles. Sin embargo todo aquello se mantenía ajeno a
él, pues ya había cruzado el puente con las primeras luces del día camino de
Cabañales. Aún no había nadie cuando él llegó, sabía que era demasiado pronto,
pero los nervios y las enormes ganas que tenía de disfrutar de aquel día le
habían impedido permanecer un solo minuto más en la cama. Era de esos que vivía
intensamente la Semana Santa, de esos que podían decir orgullosos “salgo en
todas”. El día anterior fue duro, pero el cansancio de aquel pasado miércoles
de silencio se desvaneció cuando entró en el Convento y La vio de nuevo. Allí
estaba Ella, esperándole. Una tímida sonrisa se dibujó en su rostro y decidido
retiró las faldillas y se metió bajo el paso.
De nuevo aquel bendito peso sobre
los hombros. Esta vez a la luz del día, la Virgen de la Esperanza caminaba más
hermosa que nunca. Manto verde de esperanza, manos que rogaban clemencia al
cielo, lágrimas desconsoladas… El brillo de su corona iluminaba las calles de
Zamora a paso lento, paso que acompañaba la Banda del Mestro Nacor Blanco interpretando
las marchas precisas en los momentos adecuados. Se alegró de tenerlos detrás
acompañando tan bendito caminar.
Un día más estaba viviendo su
sueño, disfrutaba cada instante, cada paso, cada silencio… Aquella primera
tirada de ese hermoso Jueves Santo había sido dura, pero sabía que el momento
culmen estaba próximo…
Balborraz estaba abarrotada, había varios sitios ocupados desde hacía ya algunas horas, sitios privilegiados reservados para los más madrugadores, esos que habían llegado con las primeras luces del día, esos a los que no les había importado adelantar el despertador aquella mañana, pues la recompensa era grande. Desde allí serían testigos directos de uno de los momentos más emocionantes de aquella mañana.
Él sabía lo que le esperaba una vez cruzado el Duero, lo había vivido en otras ocasiones, pero nunca desde allí abajo. Sus compañeros habían hablado en muchas ocasiones de la “subida de Balborraz”, de esa sensación indescriptible, de ese nudo en la garganta, de esa emoción que nacía de lo más profundo del corazón… sabía todo aquello, pero por fin iba a vivirlo en primera persona, por fin podría ser él el que contase su propia experiencia.
Un frío gélido recorrió su cuerpo cuando encararon la calle. Ya estaba allí, el momento había llegado, la pendiente era cada vez mayor. Paso corto, muy despacio… Fue entonces cuando la Saeta comenzó a sonar. Él nunca había sido especialmente saetero, pero aquel día cada acorde se clavaba en su corazón, cada nota era aliento para continuar, el esfuerzo era cada vez más intenso, pero el peso resultó más gratificante que nunca cuando, por un pequeño hueco entre la mesa, vió los rostros de tantas y tantas personas que con lágrimas en los ojos alzaban su miraba emocionada a la Virgen. Por dentro puro sentimiento, por fuera miradas que lo decían todo, lágrimas sinceras y emoción que nacía del corazón. Hay ciertos momentos en la vida que te hacen sentir aún más vivo, que te dan un vuelco al corazón, que te dejan sin respiración, y este era uno de ellos.
La procesión continuaba su recorrido, La Esperanza caminaba elegante por la rúa, Zamora entera se agolpaba en las calles a su paso. La abarrotada plaza de la catedral aguardaba la llegada de la Virgen envuelta en un silencio estremecedor. De nuevo se le encogió el corazón cuando la Marcha de Carlos Cerveró comenzó a sonar, La Esperanza de Zamora… Se sintió más que nunca cubierto por aquel manto verde que portaba sobre sus hombros.
La Virgen llegaba de nuevo a la Catedral mientras las hermanas y hermanos entonaban la Salve ante la atenta mirada de los Zamoranos que no querían perderse los últimos instantes de su dama en la calle.
Los tambores enmudecen, las cornetas dejan de sonar, y pocos pasos después, todo termina. La Virgen aguardaría paciente hasta el próximo Martes Santo para salir a recorrer las calles de su devota Zamora.
Había cumplido su sueño, en ese momento la felicidad ganaba al cansancio. El recibimiento de sus compañeros había sido inmejorable, ni un error, ni una mínima queja, tan solo un deseo… volver.
Qué bonito había sido vivir todo
aquello desde allí abajo, qué hermoso verlo con los ojos del corazón y sentirlo
desde lo más profundo del alma. Buscó a su familia, pues quería compartir todo
aquello con ellos, qué ganas tenía de abrazar a su hija…
Qué enorme felicidad sentía, qué
satisfacción tan sincera le apretaba el corazón… En una ocasión alguien le dijo
“Esto solo lo supera el nacimiento de un hijo”, hasta entonces él siempre creyó
que exageraba…
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