La música en la Semana Santa (Artículo para la revista "IV Estación")

Las tradiciones de un pueblo son las que cuentan su historia, las que hablan de sus sentimientos y esbozan la esencia de sus gentes. En Zamora la tradición se dibuja año tras año en Semana Santa, cuando las calles narran la historia de la Pasión a golpe de corneta y tambor destemplado,  pues no hay mayor tradición en nuestra ciudad que la semana más bella del año.

Nuestra Semana Santa, nuestra seña de identidad, el acervo de un pueblo que late mecido en el abrazo de los acordes de las marchas procesionales. Y es que, qué sería de la Semana Santa sin música, sin esa magia etérea que mece el caminar de cada paso. La música es palabra y silencio, caricia, recuerdo y anhelo, el espíritu indómito que susurra en lo más profundo del alma. No podríamos entender la Semana Santa sin música, porque la una no es sin la otra, ambas se alimentan y conforman esa unión sublime, tan sutil, tan delicada, tan perfecta.

En Zamora tenemos la fortuna de crecer escuchando marchas, nutridos de tradición, pues quién no ha tarareado Mater Mea, quién no ha entonado la marcha fúnebre de Thalberg, quién no ha sentido ese escalofrío gélido recorriendo su espalda cuando en la madrugada del Viernes Santo arrancan los tambores con la fuerza contenida de la espera. El legado de la Pasión nos es transmitido por quienes nos inculcaron la magia de estos días, quienes nos enseñaron que cada sábado de Cuaresma había que ir a la Iglesia de San Ildefonso y de Santa María la Nueva para escuchar los ensayos del Coro de la Buena Muerte y del Miserere, quienes nos contaban que cuando la mañana del Jueves Santo la Virgen de la Esperanza cruzaba la Plaza de Viriato, los más impacientes, esos que no podían esperar a que llegase la noche, tenían la posibilidad de escuchar el último ensayo del Miserere en la Iglesia de la Encarnación. El legado de la Pasión nos es transmitido por quien, una tarde cualquiera, de un mes cualquiera, nos ponía un disco de marchas, y poco a poco crecíamos sabiendo que Cristo de la Sangre, Dolor de una Madre, Mektub o Adoración formaban parte de nosotros, de nuestra historia, y es algo que eternamente permanecerá en nuestro interior, como algo propio que marca incluso nuestra identidad. Ese es el regalo que nos han hecho quienes nos han enseñado a amar estos días, y creo que no hay legado más bello.

Son muchos los compositores que han regalado acordes maravillosos a nuestra Semana Santa, pero sin duda alguna hablar de marchas implica hablar de una de las marchas por excelencia, “Mater Mea”, un referente en Zamora, una marcha tan majestuosa y frágil al mismo tiempo. La maestría de Ricardo Dorado consigue con apenas un puñado de notas una composición absolutamente extraordinaria. Desde la sencillez de los recursos compone una marcha capaz de reflejar el dolor del Gólgota, la amargura del desaliento y un atisbo de esperanza entre tanto desasosiego. Esa es, en definitiva, la magia de la música, ese es su poder evocador que permite transmitir sensaciones y que hace aflorar los sentimientos que se esconden en lo más profundo del alma. Con absoluta pulcritud el maestro Ricardo Dorado compuso una marcha sin la cual, hoy en día, no entenderíamos la Semana Santa.

Pero en Zamora también existe un himno, y lo es porque así lo sentimos los zamoranos en nuestro corazón, como algo muy nuestro, como algo capaz de contar nuestra historia y lo que somos, y lo mostramos al mundo orgullosos. La “Marcha Fúnebre” de Thalberg se ha convertido en seña de identidad de nuestra ciudad. Hay una magia especial que une Zamora con la marcha de Thalberg, hay entre ellas un vínculo cosido por emociones que es eterno y visible tan solo a los ojos del alma.

La belleza de las tallas zamoranas ha inspirado a numerosos compositores. Son muchas las marchas que sustentan el extenso patrimonio musical que tenemos en Zamora, todas ellas tan distintas y a la vez tan necesarias para describir a golpe de sensaciones la esencia de la Pasión. Cómo obviar la fragilidad de “Getsemaní” o el recogimiento de la “Marcha  Fúnebre” de Chopin que genera ese ambiente tan íntimo cuando la tarde del Viernes Santo La Urna con Cristo muerto sale de la Catedral. Cómo eludir la majestuosidad de los últimos compases de “Los Clavos”, que son alimento para los cargadores cuando apenas quedan unos metros para terminar la procesión y los hombros se resienten bajo los banzos.

Son muchas las marchas que han formado parte de la Semana Santa de Zamora a lo largo de la historia, algunas se perdieron en la inmensidad del tiempo, otras han sido retomadas después de varios años sin ser interpretadas, como ha ocurrido con algunas obras del Maestro Inocencio Haedo recientemente recuperadas. Cada marcha es concebida de un modo distinto, cada una está inspirada en un sentimiento diferente, es por ello que no solo existen marchas fúnebres, sino también marchas de Gloria, pues la Semana Santa no narra tan solo el dolor del camino a la cruz y la agonía de la entrega de la vida, sino que también relata la gloria de la Resurrección y el fulgor del Domingo de Ramos. Parece pues, difícil concebir un Domingo de Resurrección sin escuchar “La Pilarica” o los primeros compases de “Cordero de Dios” cuando Jesús Resucitado sube por la Cuesta de Pizarro antes del tradicional descanso en la Plaza Fray Diego de Deza. Junto a estas marchas se han recuperado algunas antiguas como “Cueva Santa” y han aparecido nuevas obras que enriquecen nuestro patrimonio cultural y lo hacen más atractivo si cabe, como es la reciente interpretación de la “Suite Sayaguesa” durante el encuentro entre el Resucitado y la Virgen de la Alegría en la Plaza Mayor.

Sin duda alguna la Semana Santa continúa siendo una inagotable fuente de inspiración que hace que el catálogo de marchas se encuentre en constante renovación. Entre todas ellas tenemos joyas como las que el maestro Cerveró dedicó a la Esperanza, la Soledad y al Nazareno de San Frontis, pero actualmente son muchas las marchas de reciente creación que se escuchan en las calles, como “Nuestra Madre” de Pedro Hernández, “Crucifixión” de Jaime Gutiérrez o “Perdónalos” de David Rivas, esta última inspirada en la estética Zamorana y completamente instaurada en la ciudad con un final maravilloso en forma de lamento, tan solemne, tan delicado y sublime. Estas marchas actuales se interpretan al lado de las que consideramos “las de siempre”, esas que son tan nuestras, y es que también, pasado el tiempo, formarán parte de nuestra historia, pues son muchos los compositores zamoranos que, nutridos de la tradición de tantos años, deciden dar forma a los sentimientos que afloran cuando Zamora se viste de Semana Santa y permiten, con su laborioso trabajo, que la tradición no muera.

Tan necesaria es la música que incluso la tarde del Miércoles Santo, cuando Zamora entera calla, las inigualables manos de Jaime Rapado interpretan de manera exquisita la pieza que Satué compuso para tan íntimo momento, y es entonces cuando el lamento de un chelo se escucha en la inmensidad del silencio.

Pero no solo la música instrumental es protagonista, la música coral es un auténtico referente en la Semana Santa de Zamora, pues en la noche del Jueves Santo solo el resonar de los hachones se atreve a romper el profundo mutismo que se alza como un velo sobre la plaza de Viriato cuando el Coro de la Hermandad de Jesús Yacente interpreta el “Miserere”, uno de los momentos más emblemáticos de la Semana Santa. Y cómo concebir un Lunes Santo sin el canto de “La muerte no es el final” interpretada en la plaza Mayor por la Banda de Música de Zamora y el Coro de la Hermandad de Jesús en su Tercera Caída, o sin el silencio sepulcral de la plaza de Santa Lucía roto por las voces del Coro de la Buena Muerte entonando, entre el rumor de las teas, la incomparable obra de Miguel Manzano “Oh, Jerusalem”. Esta pieza junto con las Siete Palabras de Enrique Satué hace que las voces sean el marco incomparable en el que mecer el paso del Santísimo Cristo de la Buena Muerte. “Jerusalén, Jerusalén, conviértete a Dios, tu Señor”, un estribillo inconfundible que Manzano tomó de las palabras que ponen fin a cada una de las Lamentaciones del profeta Jeremías, y que se cantaban en los Maitines del Triduo Sacro. Pero la música de Manzano no solo otorgó una nueva identidad a la noche del Lunes Santo, sino también a la del Viernes de Dolores, pues cuando el Cristo del Espíritu Santo llega a la catedral, el atrio se torna canto y entona al cielo el “Christus Factus Est” y el “Crux Fidelis”. La austeridad del Miserere Castellano, el recogimiento de la Salve, las voces del coro de la Hermandad de Nuestro Señor Jesús Luz y Vida convertidas en plegaria dirigida al cielo por los que ya no están, momentos íntimos caracterizados por el recogimiento, momentos en los que la música habla, la palabra calla y se mira tan solo a través de los ojos del alma.

La música es sin duda protagonista en los días de Pasión, un ingrediente esencial para materializar en forma de acorde las emociones tan intensas que se viven en nuestra ciudad durante los días Santos. Los acordes se cuelan entre las calles, susurran al corazón y son alimento bajo los banzos. Nuestras raíces, nuestras tradiciones, nuestra Semana Santa no podría ser contada sin las emociones tan intensas que la música dibuja con cada nota. Solo a través de los acordes se puede expresar eso que sale del alma, porque allí donde no llega la palabra lo hace la música, pues sin duda alguna el corazón de Zamora late a ritmo de tambor destemplado, y para explicar lo que eso significa, no existen palabras.

   

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